Virgen de las Viñas Tomelloso
Cuadernos Manchegos
Cuadernos Manchegos

Mi paseo estaba resultando muy lleno de satisfacción. Rodeado de las desmarañadas coscojas, con su verde clareado y reverdecido aún más por el persistente sol que imprimía un cálido matiz al conjunto de sus ramas y rebrotes del año anterior y protegidas por la presencia protectora de las encinas que, como dueñas del contorno, vigilaban el correcto evolucionar del resto de especies, me encontraba con la sensación de estar en un ambiente amigo, done la naturaleza mostraba su compleja estructura y para algunos extraña organización.

¿Cómo era posible que en unas zonas se apoderaran alguna especies y en otras dominaban otras distintas? Solamente una explicación era posible: su estratégica organización social y ocupación de territorio. La orientación, el desnivel y su proximidad a otras especies daba como consecuencia que la organización de las plantas era la que cada una necesitaba, lo que unido a la competencia por dominar el territorio provocaba esta extraña diversidad vegetal.

Apoyado por el bastón, me fui acercado a una umbría que me permitiría descansar y echar un trago de agua. Me senté en una piedra de porte plano e intenté abrir la mochila. Al girar la cabeza: ¡Allí la vi! ¡Sí, era ella! ¿Cómo era posible?

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Intenté hablar con ella:

-¡Qué haces aquí? Este no es tu sitio. ¿Cómo has venido hasta aquí? ¿Quién te ha traído?

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No me contestó, pero me fijé detenidamente y la observé con la máxima atención. ¡Sí, sí, era ella, no cabía duda! Solté la mochila. Cogí la cámara y me dispuse a disparar todas las fotografías que pudiera. Lo hice, tantas, que la batería se agotó.

No me atrevía a tocarla. Pero me senté a estilo indio y me dispuse a observarla. Era preciosa. Esas suaves hojas, casi glaucas, finas y aterciopeladas; algo inolvidable. ¿Y sus flores? Algo maravilloso. Una bolsa perfecta con su media base púrpura y su final amarillo y, lo mejor y más sorprendente de todo, la punta oscura, picuda, esperando salir, esperando dar su resultado final que sería esplendoroso y deslumbrante.

¡Cómo puedes ser tan bonita y qué bien sabes esconderte! Te mereces salir en la prensa y en las revistas especializadas. Te  prometo que lo conseguiré.

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Intenté cortar por debajo del tallo cuando ¡Oh. Sorpresa! me encontré con una mariquita que estaba buscando cariño.

Me detuve en el movimiento y observé con verdadero interés en comprobar qué podría pasar. Por sus movimientos era evidente que la mariquita en cuestión estaba esperando al novio, porque su parte posterior realizaba unos movimientos rápidos, casi vibratorios, que indicaba su necesidad de tener cariño. De inmediato apareció un macho que, moviendo la cabeza de forma lateral, comenzó un movimiento de acercamiento. De repente, se vio interrumpido por otro macho que igualmente se disponía a acercarse a su aquerida mariquita. De un vuelo corto el segundo aparecido se colocó enfrente del primer novio. Ambos quedaron frente a frente.

La pelea estaba establecida y ya no había marcha atrás. Ambos contendientes recularon un poco y de pronto se lanzaron uno contra el otro. La primera vez no hubo resultado, porque ninguno avanzó más de su posición original que el otro. Al segundo envite consiguieron engancharse con las cabezas y fueron presionando con sus seis patas. En un tiempo existió un tira y afloja continuo, sin que ninguno cediera en su empeño y la pelea se estaba demorando sin que se pudiera apreciar cansancio o derrota.

Mientras tanto, la mariquita seguía coqueteando y, animosa, remecía su cuerpo dando vueltas sucesivas para después realizar un pequeño parón en sus vueltas y, con esa quietud, insistía en agitar su parte trasera y, cuando ya había pasado un buen rato, parecía como cansada, por lo que me dio la impresión que pensaba marcharse a buscar una mejor suerte.

Antes de hacerlo, por fin, uno de los contendientes-el segundo en aparecer- dio vuelta atrás y desapareció cogiendo el camino del envés de la hoja, posiblemente agotado y vencido.

Este hecho produjo que la mariquita se detuviera en sus intenciones previendo un acontecimiento interesante. Efectivamente el macho vencedor, antes de iniciar su aproximación, se limpió con las patas delanteras la cara, aseándose un poco y, removiendo alborotadamente sus alas, se puso incluso con el cuerpo un poco más alto de lo normal-levantando las patas por sus tarsos- y se lanzó a por la mariquita que esperaba posiblemente impaciente.

Lo que no sabía el macho era que su nuevo amor era un poco coqueta, pues aunque el acercamiento se produjo, la mariquita comenzó la danza del revoloteo y dio varias vueltas en redondo con su cuerpo, por lo que el pobre insecto no tuvo más remedio que esperar, pero, para impresionar a su amada, volvió a levantar su cuerpo todo lo que pudo y movió sus cuatro alas con ligereza y elegancia. El tal revoloteo y su colorido rojo y negro, debió impresionar a la marquita que, por fin, se estuvo quieta, lo que aprovechó el buen mozo para lanzarse con rapidez sobre  ella. Debió hacerlo con tanto ímpetu, que este primer intento fue repudiado y la hembra comenzó otra vez con el mismo ritual, para esperar que al próximo intento se realizara con un mayor esmero y circunspección.

El pobre insecto debió darse cuenta de su defecto ansioso de amor y procuró acercarse con más delicadeza y hormigueó la parte sensible de la hembra, que en esta ocasión permitió que se sumara a su cuerpo. Pasados unos instantes el buen insecto saltó de la hembra y quedó tumbado con el cuerpo inverso, comprobándose que el cuerpo negro se removía por acción del movimiento continuado y nervioso de sus patas. Por su parte, la hembra salió del acto con bastante satisfacción, habida cuenta que sus movimientos se hicieron más nerviosos y oscilantes, aunque, al poco tiempo , abrió sus alas y se desplazó a la parte superior de la planta donde se expuso a la cara del sol.

El insecto macho movió sus alas y volvió a su postura normal y al igual que su pareja dio un ligero vuelo y quedó en un cenizo, donde pude comprobar que existía un ataque de pulgones, por lo era de suponer que tenía intención de alimentarse después del agotamiento que se produjo de su amor con su pareja.

Precioso el espectáculo ofrecido. Estaba maravillado, pero volví a ver a mi extraña planta, la corté con la navaja por debajo, conservando la raíz y la introduje en una servilleta que metí en la mochila.

Me pareció muy extraño el encontrarme a una Cerinthe en esta zona, pero estaba muy satisfecho por mi hallazgo que no se producía todos los días.

Contento y agradecido de que la madre naturaleza me hubiera proporcionado tan esbelta imagen, decidí bajar por el barranco, cuando comencé a perfumar el olor a  tomillo y a los elegantes romeros que enaltecían la perspectiva y en la enramada percibí el ligero ruido producido por algo que inducia a pensar la existencia de algún animal: ¿Conejo o liebre?

No; estaba equivocado, era ni más ni menos que una serpiente de escalera que estaba descansando tranquilamente y, como pude observar, agotada por los esfuerzos realizados para tragarse algo que todavía mantenía cerca de sus proximidades a la garganta. Me supuse que debía ser una rata de agua o algún animal singular. La serpiente se movía despacio imbuida por los esfuerzos continuos que realizaba para tratar de engullir totalmente a su pieza.

Estuve observándola durante un gran rato, aunque no pude realizar una fotografía del cuerpo completo porque la maleza alrededor del barranco era grande y porque la batería estaba casi agotada. Tampoco quise abrir las plantas para poder observar con más detalle la escena.

Pasado un corto espacio de tiempo, la serpiente consiguió tragarse el animal y al poco inició su marcha. Quise azuzarla para que saliera de entre las hierbas e inmediatamente aceleró su marcha y se enredó en las ramas de un sauce, subiéndose hasta cierta altura donde se enganchó y nada más pude hacer.

Bueno se había alimentado y la buena serpiente pensaba descansar un rato para hacer una buena digestión.

Ya enlacé pasado el barranco con el sendero que conducía al camino del Muladar, que, elevándose, terminaba en el montículo de La Peña. Conseguí llegar y, desde allí, contemplar el espacio que me ofrecía el paisaje.

Sorprendente e inigualable. Al frente un altozano cubierto de densas matas de tomillo, mezclados con la belleza de los colores atrayentes de las malvas, y, al pie, una línea singular de álamos blancos en plena formación de hojas, que brillaba sacudidas por el aire e iluminadas de tonos plateados por el sol.

Al fondo, las aguas de la laguna irisadas de verde y tonos azulados; mansas, tranquilas, de discurrir inapreciable y que daban sensación de quietud y sosiego. A mis pies, las carrascas y las soberanas encinas que este año habían rebrotado con abundancia, gracias a las recientes lluvias y donde en su tallos se encontraban enramadas los zarcillos de los tallos de la nueza, antecedente de los melones silvestres y planta tóxica donde las hubiere. Y ya en el horizonte, la perspectiva inolvidable de tres lagunas que, increíblemente, proporcionaban una imagen de abundancia y humedad que parecía incompatible con la seriedad de las encinas y del ambiente de aridez de todo el monte, pero donde se encontraba el placer de sorprender con una riqueza no esperada.

Así es La Mancha: árida, seca, seria, dura e incomprensible, pero, a la vez, astuta, envolvente, cariñosa y sorprendente y, en muchas ocasiones, de considerables riquezas ocultas, aún por descubrir.

Ángel Bernao Berruguete

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