Virgen de las Viñas Tomelloso
Cuadernos Manchegos
Cuadernos Manchegos

Cuéntase que se cuenta, cuéntase que ocurrió que era domingo. La mañana soleada, el espacio lleno de luz y el cielo de un azul lánguido enternecedor. Como siempre mi máquina de fotografiar y mi pequeño macuto me acompañaban. Me metí entre la maleza, esperando que en este inesperado  hueco que nos permitía el inicio de la primavera encontraría alguna planta más para la colección. Me encontraba en una ladera del monte en una zona desconocida y que era la única vez que transitaba. El inicio del buen tiempo y la  aparición de temperaturas suaves hacía que las plantas hubieran iniciado ya sus desarrollos florales para las más tempranas. A lo lejos, las siembras despertaban de su letargo invernal  y ya ocultaban la tierra y los pocos almendros que se encontraban habían terminado su floración.

Caminé confiado durante un tiempo. De vez en cuando me daba un respiro y echaba un trago de agua a la botella que portaba en el macuto. Subí hasta la loma y oteando un poco las hierbas  inicié el camino de bajada  donde se encontraba el camino principal que me conduciría al lugar donde había dejado el coche. Todo transcurría normalmente cuando, de forma totalmente inesperada, oí un fuerte impacto que reconocí como un disparo de escopeta. Bueno, pensé, algún cazador que andaba por allí. Pero calculé mal, un instante después, se escuchó un segundo y tercer disparo casi seguidos y al segundo las ramas de los brotes de la carrasca que estaba a mi derecha se movieron ligeramente: ¡cuerpo a tierra! Me tumbé, mejor dicho, me lancé al suelo de forma inmediata. Esperé un tiempo y seguía escuchando algunos tiros dispersos. Arranqué desde el suelo un brote de la carrasca y lo pelé de hojas de los nudos con la navaja, hice una incisión en la punta y até un trapo que siempre llevaba para limpiar la máquina. Me coloqué de puntillas y gritando: ¡Para! ¡Para! insistentemente, alcé todo lo que pude el palo para que alcanzara altura. ¡Vale! ¡Vale!, escuché a mi derecha, distinguiendo la voz de un hombre. ¡Espere que voy para allá! Escuché la misma voz.

Al poco tiempo noté el roce de un cuerpo con las plantas de la maleza y surgió detrás de una encina la figura de un hombre que, por su indumentaria y la escopeta que portaba, indudablemente estaba de caza.

- Pero, ¡hombre de Dios! ¿Qué hace usted por el monte en día de caza? ¿Está usted loco o qué? - me dijo en tono afable.

Le conté lo que estaba haciendo y según le iba explicando mi manía de recoger e identificar plantas en el monte, el hombre iba cambiando de expresión. Empezó con gesto de interés, con algo de curiosidad y terminó con una cara de incredulidad bastante notoria, sin duda pensando que estaba medio o casi loco del todo.

- Pues no sabe usted el peligro que corre. Estamos de batida y cualquier movimiento de hojas o ramas puede representar un tiro, así que mi consejo es que baje hasta el camino principal por un sitio seguro.

­- Coja usted esta senda y cuando llegue a una encina enorme, gire a la izquierda, bordee el camino girando hacia la derecha y al final de aquella encina tan alta, encontrará una senda que le conduce al camino donde me supongo que tiene el coche que he visto antes - me aconsejó con evidente ánimo de salvarme de un tiro.

No sabiendo si por las pistas que me proporcionaba el cazador llegaría al coche, decidí dar por terminada mi arriesgada aventura; determiné que se había terminado por ese día mi excursión, así que haciendo caso al cazador me dispuse a obedecerle.

Seguí las pistas que me había dado, mientras que, a mi espalda, seguía escuchando los disparos que se habían incrementado, sin duda porque no era sólo un cazador el que se encontraba por la zona.

Cuando me encontraba ya muy próximo al camino y a punto de cruzarlo me quedé petrificado. Escuché un ruido de roces de ramas y apareció de improviso un animal que se parecía mucho a un jabalí, es más, era un jabalí. El animal venía embalado y cuando notó mi presencia quiso frenar y patinó un poco. Volvió la cabeza y durante unos breves momentos se quedó frente a mí, mirándome fijamente y sin moverse.

 Por mi parte el enorme y grandioso susto no me permitió  mover ninguna parte de mi cuerpo, como si me hubieran anestesiado y todos los centros nerviosos se hubieran paralizado.

El animal me miraba y yo le miraba a él. Parecía evidente que ninguno de los dos sabíamos qué hacer en esta situación.

Menos mal que no duró mucho nuestra mutua contemplación, porque el jabalí lo pensó mejor y decidió no merecerle la pena discutir conmigo, animado por el ruido de un disparo de escopeta, por lo que giró noventa grados y sin darme un saludo de despedida, decidió que lo mejor era salir huyendo.

Bueno, lo peor había pasado y el susto ya estaba resuelto. Lo que no estaba resuelto era solventar mi problema colítico, producido por un espasmo muscular en mi cuerpo y una soberana pérdida de líquidos por la parte trasera inferior, sin duda influido por una gastroenteritis viral que se introdujo en  mi cuerpo de forma sorprendente e inesperada.

Todo un acontecimiento, de los que no suelen acontecer a menudo y para lo que no sueles estar acostumbrado.

Desde entonces porto una vara larga con un trapo rojo grande colocado en la parte alta y cogido a la cintura del pantalón y muy visible y además me preocupo más que un cazador de los días hábiles de caza, ¡vaya! que me conozco mejor el calendario que un cazador profesional.

Lo mejor es no tener miedo, lo peor, tenerlo

Un encuentro casual Tomelloso

 

 

 

 

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