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Cuadernos Manchegos
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Cuéntase que se cuenta, cuéntase que ocurrió que Enrique, de profesión electricista y de situación civil soltero, pero con novia—estamos hablando de 1965-, trabajaba en una empresa lógicamente de Instalaciones Eléctricas. De vez en cuando realizaba algunas chapuzas por fuera de horario y los dineros que le producían estos trabajillos los ahorraba, junto con su novia, en una cartilla de la Caja de Madrid que tenía puesta a nombre de los dos.

No obstante, Enrique hacía sisas y algunos billetes de esos de veinticinco pesetas, pero solamente en los que parecía un señor con barba, que se llamaba Albeniz, los guardaba en un libro que su madre le regaló para su cumpleaños. Los otros billetes u otros - que por desgracia no eran muchos - sí que los ahorraba con la novia.

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Pasó el tiempo y Enrique, al cabo de pocos años, montó su propia empresa y empezó a ganar un buen dinero. Así que se casó y trasladó todos los apichusques que tenía en casa de sus padres a un pisito de ochenta metros cuadrados en una calle del centro de Madrid muy pequeñita. Enrique, que no era un hombre muy instruido, a pesar que había obtenido el carnet de Maestro Electricista - ue en aquellos tiempo suponía poder hacer gestiones y trámites oficiales: autorizaciones, permisos, dictámenes y otros - y además poder incrementar las facturas legales con su I.T.E correspondiente, comenzó a instruirse y cogió buena afición a leer libros, así que fue incrementando su colección y también el intercambio de novelas del aquel entonces Julio Verne, Benito Pérez Galdós y otros. Especialmente era un libro en particular al que tenía una predilección especial. Concretamente el titulado: “Miau”, una novela de Benito Pérez Galdós que relataba las peripecias de un jubilado en Madrid y que precisamente ya había leído de soltero y donde - ¡qué casualidad! - tenía guardados los billetes de veinticinco pesetas y que ya ni se acordaba que allí estaban metidos, aunque no era el único ejemplar, pues disponía de varias novelas más de varias ediciones e imprentas.

En definitiva que el bueno de Enrique se hizo casi coleccionista de este libro y ya con ansía buscaba en el famoso “Rastro de Madrid” todos los ejemplares que encontraba.

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Mira por donde, el anterior jefe de la empresa de electricidad en la que trabajó anteriormente, cayó enfermo y enterado Enrique de su enfermedad fue a visitarle al hospital. Le estaba muy agradecido porque se portó muy bien con él y le enseñó el oficio e incluso le proporcionó algún trabajo cuando se hizo autónomo.

Padecía una enfermedad de larga estancia y el hombre se entretenía leyendo libros - en aquel entonces no existía televisión en las habitaciones de los hospitales - . Así que en una segunda visita escogió uno de los muchos libros de Miau que disponía que, sin acordarse de que coincidió eligiera el de los billetes, lo empaquetó y se lo llevó al hospital, despidiéndose con estas palabras: - Ya verá, usted, como con esto mejora.

Por educación, agradecimiento y respeto volvió a la semana siguiente, encontrando al hombre bastante mejorado y contento en su habitación.

- Hombre, Enrique, le estoy muy agradecido por el detalle del libro y sobre todo con el contenido. Mire usted lo que he hecho y además ya estoy mejor - enseñándole un paquete de varios libros que tenía encima de la mesa de la cama.

- No sabía que los libros curaran la enfermedad - comentó el bueno de Enrique sin enterarse todavía de la verdad.

- Pues la verdad es que entretiene y me permite olvidarme de la enfermedad. Gracias a su dinero me he comprado todos estos libros, así que muy agradecido por todo, Enrique. Deseo la mejor suerte para usted en su trabajo y para su familia - terminó de explicarse el enfermo con cara de agradecimiento.

Buena la había hecho con la entrega del libro que llevaba el dinero. Y cómo le decía que había sido un error, si el dinero ya estaba gastado. Ya, ya se dio cuenta el bueno de Enrique: doscientas soberanas pesetas perdidas en un libro ¡Qué cabeza, Dios mío!

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EL BUEN LIBRO, DE LAS PENAS ES ALIVIO

Miau Benito Pérez Galdós

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