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Cuadernos Manchegos
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Cuéntase que se cuenta, cuéntase que ocurrió que en una ocasión un grupo teatral de carácter aficionado, componentes de una Asociación de padres de un colegio, tenía que representar su obra teatral en una localidad alejada de su propia residencia.

Los preparativos normales de una actuación de esta importancia: vehículos, furgoneta, un pequeño camión de transporte, colocar el vestuario, atrezzo y lo más complicado: la estructura del fondo del escenario.

Disponían de tres enormes planchas de madera de tres metros de largo y dos metros y medio de alto, además de mesas, sillas, adornos y demás decoraciones.

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Bueno, todo dispuesto. En marcha. Todos contentos. Era la tercera vez que interpretaban esa obra y la experiencia ya contaba con todas las previsiones posibles para evitar sorpresas de última hora. La intendencia preparada con los bocadillos, el agua y bebidas refrescantes. La maquilladora con sus armas de cremas y pastas de todo tipo.

Los actores repasando papeles pero…, ¡ya empezamos!  Uno de los actores no puede asistir, una enfermedad de un familiar le impedía participar. Revuelo. El director pensando cómo arreglar el asunto, repasando el libreto y viendo por dónde habría que arreglar las dos escenas que comprobó que participaba el ausente.

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A riesgo de no hacerlo bien el propio director asumió la interpretación del papel y en el viaje tuvo que estar estudiando como un universitario. Bien es cierto que el papel del actor que no pudo asistir era corto y no muy representativo del conjunto de la obra, pero era necesario.

Bien, llegaron  a la localidad. Les esperaba la concejala de cultura que les dijo que en primer lugar pasáramos a ver el lugar donde tendrían que actuar. Era una sala muy espaciosa, al fondo se encontraba una plataforma a modo de escenario elevada y amplia, pues la actuación no era un teatro a modo, sino un local donde se utilizaba para este tipo de representaciones o de otro tipo.

Eran conscientes que la localidad era difícil que dispusiera de una sala verdaderamente acondicionada y con audición suficiente.

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Con todo ello ya pensaron que habría que hacer un esfuerzo en la locución y darle espacio a las entradas y salidas.

Pues nada, empezaron a bajar los paneles para montar  el escenario y, ¡oh, Dios mío!: desde el tablado hasta el techo del local solamente había dos metros. Nuestros paneles disponían de dos metros y medio e iban conjuntados de tal forma que los tres unidos por charnelas adecuadas en la parte superior e inferior.

Por decirlo de alguna manera, el más intrépido de los actores decidió que la mejor forma de solucionar el problema era proceder a serrar la parte baja de los tableros preparados.

Aunque fuera una locura, no tuvieron más remedio que admitir la sugerencia del intrépido y solicitaron a la concejala les proporcionara unas sierras para madera, ya que los paneles eran de poco espesor, casi como contrachapado.

Así que, ¡manos a la obra! Todos  a serrar, uno marcando las líneas y varios serrando.

Aún quedaban dos horas para el inicio del inicio de la obra y se pensaba que todo quedaría dispuesto para realizar la representación.

Una vez terminado, no después de mucho trabajo, daba la impresión que lograron  arreglar los paneles. Parecía que todo estaba dispuesto e iniciaron el proceso de acoplarlos y  fueron empalmando por la parte superior, pero se encontraron con el problema de no poderlo conseguir por haberse procedido a su recorte. No permitía unir los tres paneles con solidez.

Se tomó la decisión de arrimar por la parte posterior sendas piezas de gran peso en el suelo, pero, temiendo que se pudiera abrir el escenario, hubo que tomar la decisión de que varios de los componentes, incluso algún actor, mantuvieran por detrás apoyadas las manos para evitar que se desmoronara. Especialmente era necesaria esta precaución porque en el centro del escenario existía una puerta que, en varias ocasiones, se utilizaba durante el transcurso de la obra y en dos momentos el guion exigía que fuera necesario dar portazo.

Así las cosas, los actores casi estaban más preocupados por la movilidad del escenario que por su propia labor de interpretación, lo que les preocupaba por la pérdida de concentración posible.

Durante el transcurso de toda la interpretación las escenas fueron transcurriendo sin grandes incidencias y el director estaba preocupado por si los espectadores eran conscientes del apaño realizado.

Parece ser que no fue así, pero si los espectadores hubieran visto el movimiento detrás de bambalinas, hubieran creído que era una compañía de locos.

Cada vez que un actor salía a escena, tenía que haber otro que sujetara el tablero y viceversa, cuando un actor dejaba el escenario, inmediatamente, y casi a la carrera, tenía que apostarse detrás de los tableros de la decoración y sujetarlos con las manos.

Terminada la actuación todos los componentes habían quedado agotados, tantas idas y venidas, salir y entrar sin descanso. La maquilladora incansable, puesto que con el sudor las cremas— que como se puede intuir, no eran de primera calidad— tenía que repasar las caras de todos los que entraban.

La concejala consciente de los avatares sufridos invitó a todos los componentes llevándolos a un bar, donde recuperaron fuerzas.

Pasados todos estos acontecimientos, volvieron a recoger todo el material y estos sucesos se tomaron por todo el grupo con la alegría y buen humor. Todo el viaje transcurrió entre sonrisas y buena convivencia que al final se tomaron como una anécdota más, entre las muchas que suelen acontecer en este tipo de grupos aficionados de teatro, de los que cabe decir que tienen un mérito encomiable.

Hasta para divertirse hay que trabajar

Teatro Tomelloso

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