Cuadernos Manchegos
…Entonces olía a tierra mojada... (l)

Cavilaciones en Ruidera

…Entonces olía a tierra mojada... (l)

No había muchos momentos sosegados en aquel vivir, cuando mi infancia, entre muchas oscuridades y destiempos del alma… Éramos los chiquillos un mundo, entre muchos mundos, inventores de entretenimientos del hambre, imposibles de alterar, en universos herméticos y vedados, donde todo estaba condenado a sufrir y llorar… Éramos acumulaciones de células que comenzaban a aprender; sobresaltadas por la emoción y el pánico, con la ilusión latente entre los “chirpiales” de la vida…

Cuando, arriba en los cendales de los cielos,  estos días de verano, se formaban oscuros y siniestros nubarrones; sumergido en estas cavilaciones, (con un sentir  más asolado; observando y mal asimilando la vertiginosa trasformación del “Todo”), me veo en aquellos días de mirada y mente espantada por emociones confusas y sueños errantes de la inocencia, en escenarios de correrías y algazaras, con fe desaliñada entre sombras y “orquestas” de nubes, donde no sabíamos qué reinaba… Y nuestro proceso mental triste e instinto no formado, fantaseaba con prodigios, para un existir en una fe; la de aquel universo de inconsecuencias y ensueños, que no debía ser (como no debe serlo cosa alguna) absolutamente innegable… Mientras la luna llegaba y crecía, parábamos el sol con las manos, cuando “caía”, para dejarlo como centinela inconmovible, en algún cerro o copa de árbol, donde los pájaros “discutían” o “reían” y la urraca ratera y deslenguada escandalizaba… En las sendas, caminos, ejidos y veredas, jugábamos al “pilla- pilla” con las astutas y burlonas chotacabras, que nos engatusaban fingiendo lesión o inexperiencia en el vuelo… Nuestras estrategias, bullas y sentimientos, también eran brisas del paisaje y religiones de la naturaleza; con sus peticiones de limosna para la eternidad y el olvido.

Las nubes engalanadas “ensayaban” en los “travesaños” cuánticos, con sus repertorios de tronatas ambulantes y los nubarrones de color acero, por debajo de níveos cendales, se “envalentonaban” bogando muy despacio… Las energías seducidas se rechazaban y sus descargas tajaban las redes de partículas del ámbito; transmitiendo supersonidos atronadores de miles de vibraciones o periodos por segundo… Los chiquillos más fantasiosos, “desnudábamos” nuestras mentes y conjeturábamos que tales estruendos los ocasionaban gigantes que habitaban en castillos de nubes y boleaban con piedras descomunales en caminos del cielo… ¡Chocante! Ficciones humanas, “consensuadas” desde niños…

Recuerdos extraviados y quimeras esfumadas, cuando el cielo se obscurecía y nuestras enclenques y temblonas figuras, estampadas en el cristal de la laguna y de los riachuelos, se difuminaban viajando con la corriente. Nuestras algarabías cesaban y los corrillos del vecindario, en las callejuelas de la aldea, se disolvían en busca de cobijo; con miradas de desconfianza, hacia los cielos, y palidez en los rostros. Las devotas matronas, con gestos apremiantes, esparcían sal, dibujando cruces a la vera de los hogares y atrancaban puertas y ventanas, claveteadas de carcoma y lustradas de mugre. (Finaliza en el siguiente capítulo).