Virgen de las Viñas Tomelloso
Cuadernos Manchegos
Cuadernos Manchegos

Cuéntase que se cuenta, cuéntase que ocurrió que habíamos quedado con el alcalde y un concejal en marcar sobre el terreno el futuro recorrido de la tubería que conduciría el agua desde el manantial hasta la fuente del pueblo.

Nuestro compañero, Ingeniero de Montes, iba delante con el teodolito, marcando con hitos el recorrido de la zona de huerta por donde se pretendía dejar marcado el trazado definitivo.

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Mientras avanzábamos los hortelanos nos miraban con extrañeza.

La vega daba un aspecto de esplendor impresionante. Los albarillos de los bordes de las parcelas estaban en plena floración, dando ese tono rosado tan característico que embellecía todavía más el paisaje. El río transcurría encajonado, escoltado por altos y orgullosos chopos de arrogante presencia, salpicando el suelo por el color azulado de las vincas y los intensos amarillos de los iris, que iban rellenando los espacios salvados por los erguidos chopos.

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El recorrido iba terminando, se habían marcado veinte puntos y la fuente se encontraba próxima. En uno de los recodos del camino, y de forma inesperada, apareció un hortelano de gran espacio, casi tan alto como ancho, de muy buena envergadura, con el clásico fajín a la cintura y el cachirulo en la cabeza.

 Estaba apostado en la linde de la parcela, apoyando su espalda en un enorme manzano, los dos brazos extendidos que sujetaban el astil de un hacha de metal de tal tamaño que podría utilizarse para cortar árboles centenarios. Al intentar colocar el aparato en su parcela el hombre así apostado nos expuso con voz grave y segura:

 - Lo siento, pero en esta parcela no va a pasar la tubería—se expresó con notoria soberbia, sin moverse un ápice de su postura.

Todos los del grupo nos quedamos parados, a excepción del alcalde, que, adelantando sus pasos, se dirigió directamente al apostado.

Ramón, que así se llamaba el alcalde, era una persona más bien baja, más ancho que alto, con una definitiva y bien cuidada barriga, redonda, circundante y algo desviada a la izquierda, pero, además, si algo destacaba de su cuerpo eran sus enormes y grandiosas manos; dedos de doce centímetros y anchos como tallos de alcachofa.

Pues, bien, Ramón se acercó decididamente al hortelano que aún estaba apoyado en el manzano y, cuando justamente llegó a tenerlo enfrente y sin mediar media palabra, le propinó un fuerte puntapié al mango del hacha que fue a posarse dos o tres metros más allá y sacando aún más barriga de la que ya tenía la oprimió contra el hombre del manzano y levantando la cabeza, pues le llegaba al pecho del apostado, le dijo:

- Tú te callas, apártate y deja el paso libre. Aquí el que manda soy yo ¿te enteras?, así que “hurra”, vete a tu labor y déjanos trabajar. Venga, quita de en medio y no te preocupes que el manzano te lo vamos a respetar, si es lo que te preocupa—terminó diciendo.

¡Oye! Mano de santo. El aguerrido y exultante personaje, se dio la media vuelta, recogió el hacha y se puso a hachear un viejo peral de la parcela.

Nos quedamos sobrecogidos. Yo nunca había visto un caso semejante de autoridad.

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