Virgen de las Viñas Tomelloso
Cuadernos Manchegos
Cuadernos Manchegos

Cuéntase que se cuenta, cuéntase que ocurrió que una vez estuve en una localidad aragonesa, alejada de la gran ciudad y de cualquier núcleo de población importante.

La población vivía del cultivo en pequeños huertos familiares donde se cultivaba maíz y diversas hortalizas para consumo propio: patatas, tomates, zanahorias, lechugas y otras hortalizas.

Cada agricultor disponía de un pequeño número de ovejas que se criaban en colectividad. Un único rebaño que por períodos cambiaba de pastor por turnos acordados entre los propios agricultores que rotaban y llevaban el rebaño al monte donde pastaban, para luego, al regreso, cada grupo de ovejas sin necesidad de advertirlas se dirigían cada una ”a su casa” y sus respectivos corrales, sin confundirse nunca.

Aquella tarde-noche era fría. Negras nubes ocupaban el cielo. Eran las seis de la tarde y, aunque no había anochecido, el color de las nubes parecía aún más negro.

Dejé el coche en la plaza y al acercarme al bar, de él salió el alcalde que me estaba esperando y me dio la bienvenida. Cogí los carteles y el porta y nos encaminamos hacia la puerta del bar, donde en la pared estaba pegado el cartel anunciando la reunión. Nada más entrar pude comprobar que las mesas estaban ocupadas y la gente jugaba a las cartas, seguramente al rabino o al guiñote, en animada conversación.

- ¡Ea, pues! Dejar de jugar y arrimar las sillas que como ya sabéis por el bando que os he echado esta mañana, viene este señor a hablaros del maíz—dijo el alcalde en tono imperativo.

Todo el mundo dejó de jugar. Unos se acomodaron en las filas de sillas y otros abandonaron el local, a los que el alcalde echo una mirada de desaprobación.

Por mi parte, coloqué los carteles en el trípode y me dispuse a explicarles el cultivo del maíz, que era el tema que tenía preparado para la ocasión.

Fue transcurriendo la reunión y los agricultores parecían interesados ya que al terminar mis explicaciones  hicieron varias preguntas sobre el particular.

 Dando por terminada la reunión empezaron a levantarse y al abrir la puerta del bar, se oyó un gran murmullo. Dirigí la vista hacia la puerta y me dijeron que me acercara. Cuál fue mi sorpresa al comprobar que había caído una intensa nevada que, a la tenue luz del alumbrado público, parecía ser muy importante. Efectivamente, había más de veinte centímetros de nieve. El coche totalmente cubierto de blanca nieve. Salimos a la calle y el alcalde me advirtió que era una locura coger el coche y lo mejor era pasar la noche en el pueblo. Dudé, pero la prudencia me hizo acceder a su propuesta. Fuimos a ver al que hacía de telegrafista en el pueblo y que muy amablemente se prestó a enviar un telegrama urgente a mi mujer, explicando lo que había ocurrido y que no se preocupara que estaba todo bien y que no podía salir del pueblo y esta noche lo pasaría en el mismo.

Al tercer día pude regresar, ya que nos avisaron que la carretera estaba en condiciones de circular. Aun así el coche se negaba a arrancar, así que un tal Evelio, que actuaba de mecánico, aunque su verdadera actividad era ser molinero, pudo arreglarlo, aunque dijo que provisionalmente.

Pues bien, como resumen de este acontecimiento, puedo decir con total satisfacción que en mi vida he estado más a gusto y me he sentido más halagado que esos dos días que estuve en este bendito pueblo.

 Me trataron a cuerpo de rey. Debí engordar casi un kilo. Desayuno de huevos con bacón. Comida con ternasco a la brasa, merienda con lomo de orza,  cena con estofado y recena con mojicones, pastas y café. Por la mañana paseaba por los alrededores del pequeño pueblo y en cada casa que pasaba, todo el mundo me invitaba a entrar para que tomara un bocado. En resumen, mi gratitud a la nieve ha sido y será siempre inconmensurable. ¡Adoro la nieve!

No hay mal que por bien no venga

Un pueblo agradecido, Almunia de Doña Godina

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