Cierto pudiera parecer este embrujo
del tiempo, esta sentencia de la memoria,
esta sensación de inapetencia y abandono,
más incierto, mendigar la sonoridad del silencio
en cada ciudad donde prometimos reencontrarnos,
sin más peso que el vulgar deseo de añadir
otro estado mental a la conciencia.
La ciudad, a cierta hora, admira el ruido
de los neumáticos sobre el sol,
mientras todo es recordado
sin más pretensión que adornar
otras estancias y otros lugares.
En la isla, ahora habita el aire que nos llena,
el mar que nos refresca y la evasiva de la luz
sobre el trozo de cuerpo donde alimentarnos.
Los lugares son trozos de memoria
sobre esta verdad tan cierta
de ubicar cada sueño entre
todas las grietas de los campanarios
y los bosques, para reconocer la debilidad
de todo olvido infrecuente.
No vale recolocar el nudo de la corbata
en un cuello que aún gira por imaginarte
sobre la brújula del tiempo y el agua tibia de los ríos.
