Virgen de las Viñas Tomelloso
Cuadernos Manchegos
Cuadernos Manchegos

Cuéntase que se cuenta, cuéntase que ocurrió que estando con una cuadrilla de amigos tomando una cerveza en un bar, uno de los componentes del grupo inició una conversación que me sedujo por su originalidad y por ser de resultado verdaderamente sorpresivo.

Uno de los que estábamos que se acababa de sentar se frotó las manos con cierto entusiasmo y dijo que a la mañana siguiente empezaba la época de caza y estaba ilusionado con lo que podía presentarse en la presente campaña. Otro de los contertulios, concretamente mi amigo Pedro, comentó el pánico que tenía por la caza y los malos recuerdos que recordaba en su memoria cuando oía hablar de los temas cinegéticos y especialmente de la caza con escopeta.

El amigo cazador intrigado por esta observación que no entendía, incitó a Pedro para que explicara los motivos de tan atrevida aseveración.

La conversación transcurrió más o menos así:

“ - Yo no he sido cazador nunca, ni me ha gustado la caza, porque desde pequeño tengo  verdadero pánico a todo lo que dispara algo, aunque sean los cohetes de la feria. De pequeño jugueteábamos cazando pájaros con la escopeta de perdigones y en una ocasión un amigo me disparó, naturalmente sin querer, dos perdigones aquí en la “moya”(bíceps del brazo) - señalando dos pequeños puntos en el músculo del brazo - . Desde entonces he huido de las cacerías y reuniones de este tipo y mucho más de las escopetas de feria que como sabéis son de perdigones y  de las que no conservo gratos recuerdos.

- Si me he dedicado a algún deporte ha sido la pesca, de la que soy aficionado.

­ - Y, ¿eso es todo? Pues no veo motivo suficiente - comentó el amigo cazador.

- Espera, espera, que no he terminado.

- “Hace unos siete u ocho años un compañero de trabajo y muy buen amigo nos invitó a mi mujer y a mí a  pasar unos días en una finca de campo que tenía en una población rural.

- ¡Cuando llevábamos dos días, el tercero, mi compañero nos anunció que estaba montada una cacería de perdices a ojeo. Me incitó a que le acompañara, porque necesitaba  como mínimo un secretario y no disponía de ninguno. Le pregunté que cuál era la función del secretario y cuando me lo explicó, casi con los pelos de punta, le comenté que se lo agradecía, pero que no contara conmigo por mi temor a las armas.

- No quiso insistir más y se buscó alguien que le cargara las escopetas, pero insistió nuevamente en que si no quería participar, por lo menos le acompañara al almuerzo y a la comida final y que no me preocupara que me colocaría detrás de los puestos de caza.

- Yo no entiendo de caza, pero lo que me encontré allí era un verdadero espectáculo organizativo. Mesas, sorteo de puestos, repaso de las escopetas, listado y grupo formado. Horarios y otros datos de la organización que me dejaron ciertamente enterado de lo que era una cacería al ojeo. Una estructura de funcionamiento perfectamente organizada.

- En definitiva cada uno se colocó en su puesto y mi compañero, con sus dos secretarios lo hicieron igualmente. Yo me encontraba a cien metros del puesto y observé igualmente que en cada uno existían otras personas que igualmente como yo se encontraban a la espera.

- Y comenzó el ojeo. Los ojeadores iniciaron su marcha haciendo el ruido necesario y los cazadores fueron disparando según aparecían las perdices. El ruido era incesante y continuado y como es lógico desde varios sitios. Yo estuve vuelto de espaldas durante todo el tiroteo hasta que finalizaron los disparos, ya que los ojeadores aparecieron de frente.

- Entonces los que estaban detrás de cada caseta y los secretarios fueron recorriendo el itinerario para recoger las piezas matadas. Me dijeron que colaborara y, aunque en un principio no quise, al ver que todo el mundo lo hacía, al final me decidí y me marcaron una zona en línea recta que tenía que recorrer y me proporcionaron unos ganchos para pinchar las piezas, que solamente de verla ya me dio repelús.

- Haciendo de tripas corazón me metí por la maleza, esperando no encontrarme con ninguna.

- Cuando llevaba ya un rato y terminada la ruta por las cintas existentes, decidí volver hacia atrás. A los pocos pasos, escuché en un rebrote de una mata el ruido de algo. Con el bastón que llevaba fui moviendo las ramas y me encontré con una perdiz medio muerta. Caminaba de medio lado y su síntoma era mortal. Andaba y se caía, movía un ala y volvía a levantarse. No sabía qué hacer, el animal estaba sufriendo y lo más sensato era terminar con sus dolores, pero..., ¿cómo hacerlo? No me atrevía a cogerlo con la mano, así que cogí una piedra algo grande y se la estampé a la pobre perdiz en la cabeza. La maté: fue un verdadero asesinato. La agarré por las patas y así la llevé hasta el puesto de caza y cuando encontré a mi amigo le dije:

- Por favor, no se te ocurra invitarme otra vez a una cacería y ya, en la comida, en plan íntimo, le conté todo.”

Vueltos por la noche a la casa de campo, comentamos lo ocurrido y mi mujer que me conocía me comprendió enseguida. Mi amigo y su mujer le quitaron importancia al suceso y sintieron que hubiera tenido tan mala experiencia y que de haberlo sabido no le hubiera invitado, pero al final todo terminó en risas y buena armonía.

Todo el mundo pareció entender que el hecho se había olvidado, pero desde entonces, cada vez que me encuentro, veo, a un cazador o a una perdiz, llega a mi recuerdo lo que para mí fue un asesinato y que quede claro que no tengo nada en absoluto en contra de ningún cazador ni de la caza en sí, pero el recuerdo es imborrable.

Terminada la exposición, nuestro amigo de mesa, el cazador, tuvo la sensata opinión de indicar que comprendía la postura de mi amigo y que efectivamente tenía motivos para no querer saber nada de los asuntos de caza.

Pues esta es la historia de una cacería y no de un cazador.

SI YO FUERA PERDIZ, VIVIRÍA DEBAJO DE TIERRA