Virgen de las Viñas Tomelloso
Cuadernos Manchegos
Cuadernos Manchegos

Cuéntase que se cuenta, cuéntase que ocurrió que me contaron la aventura de un tal Mauricio, amigo de un amigo mío y que intento reproducir tal como me lo contaron.

En la época que ocurrieron los hechos, Mauricio era un muchacho de unos trece años que vivía en un pequeño pueblo en las cercanías de Madrid y que, como todos los de su edad en aquella época, vivía más tiempo en la calle que en su casa. Por las tardes se reunía con su cuadrilla de amigos y se divertían como era costumbre a las distintas y diferentes formas de pasar el tiempo. Los juegos eran muchos y variados: desde la peonza, al tacón, al tú la llevas, a dola, a la búsqueda y a otros tantos.

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Mauricio era uno de los más pequeños de la cuadrilla, pero ya andaban zarandeando con las muchachas, que era otra de las diversiones de estos jóvenes.

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Muy cerca de la población existía un campo militar que el Ejército utilizaba como de maniobras y como campo de tiro y que, periódicamente, efectuaban ejercicios de tiro.

Uno de los amigos tuvo la idea de ir a recoger el material que dejaban los militares en el campo de tiro y llevárselo al chatarrero del pueblo para sacar algún dinero de la operación.

Aunque no todos los compañeros se decidieron a hacerlo, Mauricio se apuntó a la aventura.

El campo de prácticas,  como era lógico, estaba protegido y aunque no había guardia en toda la zona, sí tenía unas mallas de protección en todo su perímetro y advertencias de no pasar y de peligro en diversos carteles colocados en todo su recorrido.

Aun así, los muchachos consiguieron en varias ocasiones pasar las protecciones y, ayudados de un saco, iban metiendo todo tipo de metralla y restos metálicos que encontraban. Iban llenando el saco y tirando de él lo arrastraban. De esta manera era mucho más fácil transportarlo y además poderlo pasar por las mallas protectoras, que eran de simple alambre sin pinchos.

 Bueno, todos contentos y ya el grupillo estaba perfectamente organizado y, aunque las prácticas de tiro no eran muy frecuentes, esperaban ansiosos que se produjeran, porque el chatarrero, aun a no ser muy espléndido, les daba unas perrillas para sus gastos personales que les venían muy bien.

En una de esas ocasiones los muchachos esperaban impacientes, frotándose las manos, que terminaran unas nuevas prácticas de tiro que parecían moviditas, ya que las realizaban de común acuerdo entre varios de los cuarteles que se encontraban en las proximidades de la población y prometían dejar buenos restos materiales.

El ejército disponía de una especie de tanqueta o vehículo similar que después de las maniobras lo utilizaba para recoger los restos y consistía en una especie de tablón metálico imantado que iba delante del tanque y recogía el material metálico que quedaba en el campo después de las maniobras. Pero siempre tardaba varios días en hacerlo, por lo que los muchachos, al día siguiente, ya al atardecer, que era el momento preferido para realizar las incursiones a los terrenos militares, se metieron por el lugar que ya tenían por costumbre.

En esta ocasión el botín era considerable, por lo que habían previsto llevar dos sacos de los del cereal, por si acaso. Y efectivamente, llenaron uno y ya estaban terminando de sacar el segundo cuando Mauricio se retrasó porque en uno de los muchos hoyos del terreno le pareció que allí estuviera un trozo de metralla; así que fue corriendo y cuando estaba ya inminente la llegada al hoyo, algo estalló y Mauricio cayó al suelo perdiendo el conocimiento. Los compañeros acudieron en su ayuda y, como pudieron, lo sacaron del campo y al juntarse con el resto de compañeros, uno de ellos se encargó de ir corriendo a casa de su padre a decir lo que había pasado. Mientras, con unos trapos la vendaron la mano, de la que Mauricio, con el conocimiento recuperado, se quejaba lastimosamente. Al poco tiempo llegó su padre con un coche de campo viejo y lo montaron.

Cuando llegaron al pueblo, el médico le curó como pudo, desinfectando las distintas heridas que tenía repartidas por todas las partes del cuerpo y entablillando el dedo índice que parecía el más magullado por el impacto de algo duro que lo había golpeado con fuerza. Así y todo, el médico se dispuso a llevar en su propio coche al muchacho al hospital de la capital.

Después de todos los acontecimientos, al final el bueno de Mauricio perdió parte del dedo índice  que, aunque no se lo amputaron, perdió la primera falange y le cortaron por la segunda.

El incidente no pasó a mayores, salvo la multitud de comentarios del pueblo, dimes y diretes y demás cotilleos. Como consecuencia, las autoridades militares decidieron acordonar todo el perímetro de la zona de prácticas de ejercicios con mallas de alambre espino y diversos carteles de prohibición y de aviso de peligro.

Los muchachos recibieron las correspondientes reprimendas de sus progenitores.

 La conciencia de los jovencitos no les permitió percibir  la gravedad de lo sucedido, de tal manera que, al poco tiempo, continuaron con los juegos de siempre como si nada hubiera pasado.

Entre los muchachos del pueblo, la cuadrilla pasó a ser una leyenda y su categoría  y prestigio aumentó entre ellos, siendo Mauricio la atracción de las muchachas por su heroísmo y valentía.(Cosa de muchachos, ya se sabe).

Pasado algún tiempo el padre comentaba con un cierto tono de guasa  con sus amigos del bar que casi se alegraba de lo que había pasado, porque de esta manera  se aseguraba que su muchacho no iba a utilizar armas de fuego en el futuro y así se quitaba el problema.

 Lógicamente todos sabemos que para apretar el gatillo de cualquier arma de fuego se utiliza el dedo índice y además Mauricio no era zocato, aspecto que ignoramos si tenía conocimiento el padre del muchacho de tal aspecto.

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CUIDADO DONDE PISAS, QUE PUEDES VOLAR

Una diversión peligrosa

 

 

 

 

 

 

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