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viernes, diciembre 26, 2025
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Nochevieja sin pantallas: una caja cerrada y un salón lleno de risas

Hoy, 26 de diciembre, ya estamos con la cabeza en Nochevieja. Se nota en casa: queda turrón en una esquina, alguna guirnalda sigue colgada “porque total, para cuatro días…”, y en el ambiente hay esa mezcla de cansancio bonito y ganas de cerrar el año bien.

Esta mañana, mientras recogíamos sin mucha prisa, miré a mi hijo con el móvil en la mano y a mi hija con la tablet apoyada en las piernas. Mi pareja estaba en la cocina, y yo tuve una idea tan sencilla que casi me dio risa decirla en voz alta.

-Este año, en Nochevieja, hacemos un plan especial -solté-. Pero especial de verdad: sin móviles, sin tablets y sin pantallas.

Hubo un silencio de esos que parecen una película.

Mi hijo levantó la vista como si le hubiera dicho que nos íbamos a mudar a una cueva.

– ¿Sin móvil? ¿Toda la noche?

Mi hija frunció la nariz.

– ¿Y si quiero poner música?

Mi pareja asomó desde la cocina, secándose las manos.

– A ver, explica eso.

Respiré hondo, como quien anuncia una misión importante.

– No es castigo. Es… para pasarlo bien de otra manera. Para estar juntos de verdad. Lo dejamos en una caja, como antes, y hacemos una Nochevieja que nos dé risa y ganas, no una Nochevieja de cada uno en su pantalla.

Mi pareja se quedó pensando dos segundos. Luego sonrió.

– Vale. Pero si lo hacemos, lo hacemos bien. Nada de “me aburro” a los cinco minutos.

– ¡Exacto! -dije-. Por eso necesito vuestra ayuda para montar el plan.

Mi hijo dejó el móvil en el sofá, con desconfianza, y se acercó.

– ¿Qué plan?

Entonces lo empezamos a construir entre todos, como cuando preparas una fiesta sorpresa pero para tu propia familia.

Primero, decidimos la caja de las pantallas. Una caja grande, de esas de galletas, que teníamos guardada. La niña la decoró con estrellas y escribió con rotulador: “CAJA DEL TIEMPO (NO TOCAR)”. Mi hijo añadió, muy serio: “Solo se abre el 1 de enero”. Mi pareja dijo que ponía la caja en lo alto del armario “por si acaso”.

Luego elegimos la música… pero sin móviles. El padre (yo) prometí sacar el altavoz viejo con radio, el de “toda la vida”, y mi pareja dijo que buscaría un CD antiguo que aún funcionara en el reproductor del salón. Los niños se rieron como si habláramos de dinosaurios, pero les hizo gracia. Hasta mi hijo dijo:

– Vale, pero quiero que suene una canción que yo elija.

– La eliges ahora -le dije-. La apuntas en un papel. Como antes.

Hicimos una lista en una hoja: canciones que nos gustan a todos, canciones que dan risa, canciones para bailar fatal. La niña puso “una de saltar”. Mi pareja puso “una lenta para abrazarnos”. Mi hijo puso “una para hacer el ridículo”.

Después vino lo mejor: los juegos. No “juegos de mesa de estar serio”, sino juegos para reírse en familia.

  • Bingo casero, con premios tontos: “elegir postre”, “mandar en la música diez minutos”, “ponerle un sombrero a papá”.
  • Mímica, con cosas del año: “cuando se fue la luz”, “cuando perdimos las llaves”, “cuando mamá dijo ‘cinco minutos’ y tardó media hora”.
  • El tarro de retos: papelitos con pruebas fáciles: “di tres cosas buenas del año”, “haz un brindis gracioso”, “cuenta una anécdota”, “baila 20 segundos como si nadie te viera”.

La niña estaba feliz metiendo papelitos en el tarro. Mi hijo se animó más de lo que quería admitir, y mi pareja me miró con esa cara de “mira tú, al final esto funciona”.

También decidimos la cena: nada de complicarnos. Cosas sencillas pero favoritas. Y un detalle “especial”: cada uno prepararía una cosa pequeña. La niña dijo que haría servilletas dobladas “como en los restaurantes”. Mi hijo dijo que haría una bebida sin alcohol “con nombre de cóctel”. Mi pareja se encargó de las uvas y yo del postre.

Y justo antes de cerrar el plan, mi pareja propuso algo que me tocó por dentro, pero sin ponerse cursi:

– Antes de las uvas, cada uno dice una cosa que agradece de este año. Solo una. Rápida. Sin obligación de ponerse profundo.

Los niños no protestaron. Eso fue lo que más me sorprendió. Mi hija incluso dijo:

– Yo ya sé cuál.

Mi hijo se encogió de hombros, pero no dijo que no.

Al final de la tarde, el plan estaba hecho. Y lo mejor fue que, por primera vez en días, vi a los dos niños con una ilusión distinta: no la ilusión de un vídeo, ni de un juego en pantalla, sino la ilusión de algo que se vive y ya.

Antes de cenar, mi hijo cogió su móvil otra vez… lo miró… y lo dejó.

– Vale -dijo-. Pero en Nochevieja, si me río mucho, es culpa vuestra.

-Perfecto -contesté-. Ese es el objetivo.

Y mientras recogíamos la caja decorada en la estantería, me quedé pensando que a veces lo más moderno que puedes hacer es lo más antiguo: sentarte con los tuyos, mirarlos a la cara, y empezar el año nuevo con una carcajada de verdad.

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