La medianoche abre el cielo como un racimo,
la pólvora cose estrellas sobre el Portón de agosto,
y por Don Víctor avanza el rumor del desfile,
vendimia temprana de pasos, pañuelos y mosto.
Ana pregonó la luz —la plaza aún la recuerda—,
y el vino, recién nacido, dijo “buenas noches”
en la copa del aire; la feria, como un viñedo,
aprende a ser otoño con cada sorbo entonces.
Arde en la Plaza de Toros un mar de cristales:
trece brindis laten, un oleaje de risas,
y el tiempo es un toro manso que se deja torear
por la música y el vidrio que a la luna acaricia.
Los Viñadores coronan la tarde con su estirpe,
la Lonja cuenta el pulso del melón y la sandía,
y en la esquina del recuerdo un Ausente vuelve a casa
cuando el pueblo lo nombra y la memoria lo abriga.
Día del Viticultor: la uva escucha su nombre,
el campo toma asiento en la mesa del pueblo;
cada premio es semilla que guarda la comarca,
cada aplauso es campana que despeja el cielo.
Luego, en la calle, giran norias, suenan verbenas;
Morochos, o quien cante, incendia la tarima;
la noche huele a albahaca, churros y esperanza,
y un beso cruzaplatos remienda la rutina.
Y así, Tomelloso, con sus Letras y su vino,
aprende a escribirse sobre el pecho del viento:
cuando cae la última chispa de los fuegos,
quedan las manos llenas… y despejado el cielo.














