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sábado, diciembre 13, 2025
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Cuando el Castillo de Peñarroya susurró mi nombre

Un sueño largo, emocional y lleno de simbolismos… sin llegar a ser terrorífico, por Sergio Bernao

Aún no sé por qué soñé con el Castillo de Peñarroya, pero la noche me envolvió justo allí, entre Argamasilla de Alba y el eco lejano de Tomelloso. Fue una pesadilla, sí, pero de esas que no te persiguen con monstruos, sino con recuerdos, intuiciones y emociones que uno no termina de ordenar.

Todo comenzó con un atardecer imposible. El cielo se teñía de un naranja profundo, casi irreal, mientras yo caminaba hacia el castillo por el puente estrecho que cruza el agua quieta del pantano. El aire era cálido, y aún así, cada paso tenía una especie de peso emocional, como si avanzara hacia algo que había estado evitando desde hacía tiempo.

El castillo se levantaba ante mí más imponente que nunca. No daba miedo. Daba presencia, como si estuviera esperándome. En el sueño, las piedras respiraban un poco, muy levemente, y sentí que el lugar tenía pulso, como un viejo guardián que no duerme.

Atravesé la entrada y el sonido del mundo desapareció. Dentro, el silencio era tan profundo que podía oír mis propios pensamientos con claridad dolorosa. El suelo estaba tibio, como si acabara de amanecer, y el olor a romero, polvo y humedad formaba una mezcla inexplicablemente familiar.

Mientras avanzaba, aparecieron corredores que en la vida real no existen. El castillo se expandía como si me estuviera abriendo caminos según mis emociones. En uno de ellos, escuché pasos detrás de mí. No eran amenazantes. Parecían… cuidados. Como si alguien caminara con la intención de no asustarme. Pero cuando giraba, no había nadie. Solo el aroma a campo, a verano antiguo, a algo que había perdido.

Llegué a una sala enorme iluminada por una luz azulada que venía de ninguna parte. Allí, en el centro, había una mesa de piedra. Sobre ella, un pequeño objeto que no reconocí al principio: una llave envejecida. Cuando la toqué, una corriente suave recorrió mi mano, no de electricidad, sino de nostalgia. Una sensación cálida, casi triste, como cuando recuerdas algo que te hizo feliz y ya no tienes.

Fue entonces cuando escuché mi nombre. No fuerte, no susurrado con miedo. Era una voz conocida, tranquila, como cuando alguien que te aprecia te llama para decirte que no pasa nada, que todo está bien. Giré hacia la puerta, convencido de que alguien estaba allí.

No había nadie.

Seguí caminando hasta la salida del castillo. Afuera, el pantano estaba completamente inmóvil, como un gran espejo. El silencio era tan perfecto que parecía otro mundo. Y fue entonces cuando lo vi.

En el reflejo del agua no aparecía yo tal y como soy, sino una versión mía más joven. Esa versión me miraba con una expresión que nunca olvidaré: una mezcla de ternura, comprensión y un toque de tristeza. Sonreía… una sonrisa pequeña, como diciendo: “Recuerda quién eras, recuerda qué querías.”

Sentí un nudo en la garganta. No era miedo. Era emoción pura. Era enfrentar algo que había estado callado dentro de mí desde hacía años.

Me desperté justo cuando estaba a punto de tocar el agua. Abrí los ojos con el corazón acelerado, pero no por terror: por la sensación de haber vivido algo que no quería olvidar.

Y desde entonces, el castillo no me da miedo. Más bien lo siento como un recordatorio silencioso de que, incluso en las pesadillas más suaves, a veces aparecen respuestas que no sabíamos que estábamos buscando.

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