Vivimos un momento complejo, tanto a nivel nacional como internacional. En España, en el contexto político y social actual, asistimos a una creciente polarización, marcada por debates sobre corrupción, tensiones territoriales y una percepción de fragilidad institucional que alimenta la desconfianza de una parte significativa de la ciudadanía. La desigualdad social persiste: según datos de organismos como Eurostat, la OCDE o entidades sociales como Cáritas, millones de personas siguen enfrentando precariedad laboral, dificultades de acceso a la vivienda y brechas generacionales que debilitan el llamado ascensor social.
A estos desafíos se suman realidades globales igualmente preocupantes: conflictos armados que vulneran de forma sistemática los derechos humanos, crisis climáticas que intensifican la pobreza y un orden internacional cada vez más tensionado. Todo ello dibuja un escenario de incertidumbre que interpela directamente a nuestras democracias.
Ante este panorama, es comprensible el desaliento. Sin embargo, precisamente en tiempos de crisis conviene recordar los pilares que sostienen cualquier sociedad democrática: la justicia social y el respeto efectivo de los derechos humanos. No se trata de ideales abstractos, sino de derechos inalienables que garantizan la dignidad de cada persona. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada en 1948 y conmemorada cada 10 de diciembre, nos sigue recordando que la igualdad, la libertad y la solidaridad son el mejor antídoto frente a la división y la injusticia.
La justicia social implica redistribuir oportunidades para que nadie quede atrás. En España, pese a avances económicos y a determinadas políticas de protección social, la brecha entre ricos y pobres continúa siendo de las más elevadas de la Unión Europea, afectando especialmente a jóvenes, familias monoparentales y colectivos vulnerables. En el ámbito internacional, conflictos en regiones como Oriente Medio, Ucrania o Sudán generan millones de personas desplazadas y graves violaciones de derechos, recordándonos que la paz, la equidad y la estabilidad global están profundamente interconectadas.
Ante esta realidad, cabe plantearse con urgencia una pregunta esencial: ¿qué herramienta tenemos para afrontar y transformar estos desafíos? La respuesta es clara: la educación. Pero no cualquier educación. Hablamos de una educación valiente y transformadora, que no se limite a transmitir contenidos, sino que forme personas críticas, libres y comprometidas. Una educación que no tema cuestionar el statu quo y que ayude a comprender la complejidad del mundo desde una mirada ética y democrática.
La educación es, sin duda, uno de los motores más poderosos de la transformación social. Fomenta el pensamiento crítico, desmonta prejuicios, promueve la empatía y la solidaridad, y empodera a las personas para defender sus derechos y los de los demás. Como señala la UNESCO, la educación en derechos humanos es clave para construir sociedades más justas, ya que aborda las causas profundas de la desigualdad y cultiva actitudes basadas en la dignidad, la igualdad y el respeto mutuo.
En un país como España, donde la educación es un derecho constitucional, resulta imprescindible reforzar su dimensión cívica y social. Integrar de manera transversal contenidos sobre derechos humanos, justicia social y sostenibilidad en todos los niveles educativos —desde la infancia hasta la universidad— no es una opción, sino una responsabilidad democrática. Necesitamos programas que enseñen a analizar la realidad con espíritu crítico, a identificar las desigualdades y a participar activamente en la vida pública.
Reivindicamos una generación que no se resigne a la polarización, sino que construya puentes; una ciudadanía que exija políticas inclusivas y rechace la discriminación; comunidades que sitúen el bien común por encima del individualismo. Demandamos, en definitiva, una educación que devuelva la esperanza a quienes la han perdido, la voz a quienes se sienten silenciados y la dignidad a quienes la ven vulnerada cada día. Porque educar no es solo transmitir saberes: es ofrecer herramientas para decidir con libertad, resistir la manipulación y comprometerse con un mundo más justo.
En este momento de cierre y reflexión colectiva, el llamamiento debe ser claro. A los responsables políticos, para que abandonen los recortes encubiertos y las reformas superficiales, y apuesten por una inversión real y sostenida en una educación pública de calidad, inclusiva y comprometida con los valores democráticos. A las familias y comunidades, para que fomenten el diálogo, la reflexión y el pensamiento crítico en la vida cotidiana. Y al profesorado, para agradecerle su esfuerzo constante y su papel imprescindible como faro de esperanza, formando no solo profesionales, sino ciudadanos y ciudadanas íntegros y dignos.
En definitiva, la justicia social y los derechos humanos no se consolidan únicamente mediante leyes, sino a través de personas conscientes, comprometidas y valientes. Y esa conciencia, esa valentía, nacen en las aulas, en las conversaciones compartidas y en el ejemplo diario. Hoy más que nunca, defendemos una educación que ilumine el camino hacia la libertad, la equidad y un futuro con dignidad para todos y todas.
Ascensión Palomares Ruiz, catedrática y presidenta de la Asociación Europea «Liderazgo y calidad de la educación»













